La clase trabajadora continúa pagando los platos rotos del capitalismo. Las medidas económicas progresistas del kirchenrismo no fueron tomadas por ideología de los gobernantes, sino porque el sistema necesitaba mostrar su mejor sonrisa, para ocultar su rostro de horror y hambre. Subsidios, planes universales y desactivación de la militancia son algunos de los mecanismos de control que la burguesía comenzó a vislumbrar desde el momento que De La Rua renunció
Por Ezequiel Alvarez
AQUELLOS DIAS DE DICIEMBRE
Las detonaciones de escopetas retumbaban en la “City porteña”. El Estado se caía. Mientras, en el aire, un helicóptero apresurado huía rumbo a la historia. La Avenida de Mayo - adornada con una alfombra de cascotes- fue la vena por donde se desangró la Argentina “neoliberal”. Pero esta sangría fue un proceso -lento y silencioso iniciado en los 70 que llegó a su punto culmine cuando la clase media se vio enjaulada y privada de lo más precioso que posee: sus ahorros. Las imágenes se repetían en todos los rincones del país: cientos de miles de cacerolas llenas de bronca retumbaban junto a millones de estómagos vacíos. El establishment y la clase política, comandada por Fernando De La Rua , no tenían una respuesta inmediata para arreglar los problemas causados por su avaricia capitalista. No había solución que no implicara un nuevo engaño al pueblo argentino y a su clase trabajadora. Las calles se transformaron en barricadas, el helicóptero se encendió y la traición comenzó a tomar forma.
Para entender el por que del estallido económico y social del 19 y 20 de Diciembre es necesario partir de una base: la crisis del 2001 fue una crisis capitalista en Argentina, caracterizado por la destrucción industrial, la hegemonía de la burguesía financiera y la extranjerizacion de la economía. Fue de carácter capitalista –y no neoliberal como muchos sectores del forismo intentan imponer para acotar la onda expansiva y dejar reductos para el reformismo- que eclosiono atacando a uno de sus principales “productos y aliados”: la clase media. Aquella que durante los 90 paseaba en Miami, tierras gringas donde no llegaban los gritos de agonía de la clase trabajadora y el proletariado en harapos. En el periodo del menemato, las políticas económicas de Martínez de Hoz dieron un salto cualitativo y cuantitativo. Miles de grandes fábricas cerraron, la extranjerización económica y cultural fue avasallante. Pese a los constantes reveces, los sectores más excluidos resistieron en cada piquete o manifestación incluso hasta dar la vida, como con los asesinatos de Teresa Rodríguez o Anibal Verón. Estas políticas económicas fueron promovidas especialmente por Domingo Cavallo -ex Ministro de Economía del menemato y de la Alianza que transformó el Palacio de Hacienda en un apéndice del FMI- y pusieron al país al borde del precipicio. La gran vedette menemista fue la privatización: fueron vendidas a capitales extranjeros la empresa estatal de telefonía y comunicaciones, Aerolíneas Argentina, YPF y sus derivados, los ferrocarriles, la industria del hierro y el acero, las compañías de gas y agua, cientos de inmuebles estatales y se dieron en concesión cerca de 10.000 kilómetros de autopistas, varias represas hidroeléctricas, etc . El saldo -más que negativo- fueron millones de despedidos o “retirados voluntariamente”, unos magros 27.000 millones de dólares en las arcas estatales y un país de rodillas. Para fines de 1999, luego de diez años de intensivo saqueo y convertibilidad, Argentina le debía a la banca internacional más de 145.300 millones de dólares, veinte veces la deuda externa antes de la última dictadura militar. Haciendo un paralelismo con la medicina, el paciente era terminal y su metástasis voraz. Convengamos que siempre estuvo enfermo y cargo con el cáncer del capitalismo, pero la Dictadura Militar empeoró el cuadro, Menem lo llevó a terapia intensiva y De La Rua no sabia ni para que servia la penicilina.
PUEBLO QUE LUCHA, PUEBLO QUE APRENDE…
Hacia fines de 2001, con la Alianza en el poder y Chacho Álvarez en su casa, la situación de hambre en la clase trabajadora pudría el efímero entramado social. Según los datos que arrojaba el INDEC, en la Capital y Gran Buenos Aires había más de 3,5 millones de personas bajo la línea de pobreza y, a nivel nacional, la suma ascendía al 40 por ciento de la población, es decir más de 15 millones de habitantes. La desocupación era un flagelo tangible, afectaba a más de un cuarto de la población y seis de cada diez trabajadores ganaban menos de 500 pesos mensuales. Mientras -silenciosamente- la economía argentina y el sistema financiero era socabados por el mismo capitalismo. Gracias a la “remisión de utilidades” –sacar el dinero del país hacia las metrópolis capitalistas- por parte de las grandes empresas, los depósitos bancarios bajaron de 87.000 millones de dólares a principios de del 2001 a 19.400 millones hacia fines de abril de 2002. Para ese entonces, el gobierno de De La Rua ya había demostrado que sus respuestas eran el ajuste, la flexibilización laboral y el recorte de salario para la clase trabajadora. El 2 de diciembre, Cavallo les da al pueblo argentino su último “regalo” antes de Navidad: el corralito. “Hemos tenido que adoptar una medida transitoria de limitación a la extracción de dinero en efectivo”, comunicó el ex ministro. Es decir, restricción para poder retirar el dinero depositado en entidades bancarias en plazo fijo, caja de ahorro y cuentas corrientes. ¿Qué se ocultaba detrás del corralito que transformó en “bolcheviques” a cientos de miles que otrora disfrutaban de la pizza con champagne? Para todos los economistas del establishment, esta medida era necesaria para evitar una corrida bancaria. La realidad fue que la crisis tenía que ser frenada y no castigar de modo ejemplar a las principales empresas que saquearon el país durante décadas. Encontraron una solución, la misma de siempre: que la crisis la pague el pueblo. Al final de cuentas, Argentina era un experimento de las recetas económicas del FMI, la debacle debía ser controlada y sin atacar a los intereses de la burguesía financiera.
La respuesta de la clase oprimida fueron los saqueos para cubrir necesidades básicas y un constante estado de movilización de toda la sociedad. Codo a codo, el pueblo salio a las calles y puso contra las cuerdas a una clase dirigente. El saldo no fue gratuito, 39 compañeros y compañeras de todas las edades fueron asesinados en manos de los agentes de la represión estatal. Miles fueron encarcelados y heridos, pero lo que no se hirió fue el espíritu combativo de una nueva generación que absorbió el calor del 19 y 20 de diciembre del 2001. De La Rua fue un fusible del sistema capitalista en Argentina y su renuncia en manos del pueblo produjo un aparente vacío político institucional. Pero con el correr de los días el “que se vayan todos” comenzó a atenuarse al ver que los “mismos” de siempre iban tomando nuevas posiciones en el tablero.
Un caos institucional asaltó los reductos legislativos. Los presidentes se sucedían entre si sin poder lograr un consenso capaz de darles la fuerza para timonear el país y reencausar el curso que pretendían. Ramón Puertas, Adolfo Rodríguez Saa – con su “memorable” default- y Eduardo Camaño desfilaron por el sillón de Rivadavia, mientras se pergeñaba una salida “más democrática” para la crisis. El 1 de enero de 2002, Eduardo Duhalde –mafioso del conurbano y gobernador de la Provincia de Buenos Aires durante la presidencia de Menem- resultó electo a dedo por la Asamblea Legislativa. El mensaje era claro: se venía la mano dura para aplacar el nuevo movimiento social que cuestionaba la a democracia representativa argentina.
Y SE ORGANIZA
Mientras, las asambleas barriales eran espacios de real intervención popular y de legitimidad absoluta. En ellas, miles de compañeros dieron sus primeros pasos en la política, e incluso algunas –pero muy pocasse mantienen en pie, como la Asamblea del Pueblo. Si bien las asambleas fue un fenómeno mucho más ligado a los sectores de clase media o barriadas pobres de la Capital Federal , en el conurbano y el resto del país la lucha se expresó de una manera mucho más acentuada, generando diferentes bloques piqueteros que trataron de resolver una necesidad igual de importante que la falta de comida: la falta de voz para enfrentar al sistema. Las manifestaciones sucedían, ya no eran solamente los cientos que cortaban la ruta en Cutral-Co en los 90, ahora eran un mar de ancianos, jóvenes, niños, madres y desocupados que copaban las arterias de la Capital Federal y del Conurbano.
Era el “nuevo malón” y Duhalde no iba a dejar pasar la oportunidad de intentar contenerlo con la única solución que conocía, desde sus tiempos de amigo de la Triple A : reprimir, asesinar. La tropa estaba lista y la decisión tomada: así sucedieron los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en la masacre de Avellaneda. El capitalismo no conoce otra manera de parar las crisis que reprimiendo a quienes lo señalan como causante de todo los males. Pero la respuesta popular fue contundente, maciza, multitudinaria, inesperada por el gobierno asesino. El plan había fallado, era necesario retroceder; es que hay momentos en los que las balas no alcanzan para apaciguar una sociedad insurreccionada: se impone, entonces, el tiempo del engaño. ¿Qué mejor engaño que volver a resucitar la urna burguesa, llena de promesas y mentiras? ¿Qué mejor mascarada que ejecutar políticamente a uno de los causantes de la crisis –Menem- y preparar unas elecciones en las que un “desconocido” gobernador, presuntamente progresista, sea el verdugo del riojano? El establishment llamó a elecciones anticipadas para descomprimir el caos social y Duhalde apoyó la candidatura de Néstor Kirchner, otro de los “mismos” que se había fotografiado junto al genocida Videla y al vende patria Menem, al que no vaciló en calificar como el “mejor presidente de la historia!”
DE ROSTRO AMABLE
El día que asume Néstor Kirchner, el proceso del 2001 comienza a cerrarse. Las heridas capitalistas van cicatrizándose gracias a la conciliación inconsciente entre un pueblo oprimido y su opresor. El Estado, que antes había sumergido en la malaria a la clase trabajadora, comenzaba a embellecer su discurso. Su posición progresista y su reivindicación al Peronismo más combativo no eran otra cosa que una pantalla de humo para que el pueblo perdiera sus consignas de lucha y claudicara frente al poder “omnipotente” de la gran democracia burguesa. Los mismos de siempre seguían siéndolo. La clase gobernante volvió a su lugar espurio, expropiándole al pueblo movilizado la posibilidad de ser dueño de su destino.
Las causas de por que la clase trabajadora no logró tomar el poder son varias, entre ellas las consecuencias del apoliticismo de los 90, secuela de la gran derrota de los años 70, el aparato cooptador de los partidos tradicionales y del régimen y la falta de capacidad de respuesta frente a los constantes intentos de sabotaje al movimiento popular. Lo cierto, es que siempre existe un Kerensky capaz de cortar de raíz cualquier balbuceo de revolución. La historia deberá decir que Kirchner salvó al capitalismo en Argentina. Deberá decir que en su momento más crítico, de mayor división y debilidad burguesa, al capitalismo le fue mucho más útil y económico el voraz clan patagónico -pese a todas sus irreverencias y desplantes, con su reivindicación de épocas malditas para la burguesía, con su populismo, sus piqueteros amigos y su discurso setentista- que la dureza y la mano de hierro de los profetas del orden. Pero, también deberá decir la historia que la restauración del orden capitalista en la Argentina después del 2001 no hubiese sido posible sin la traición, la entrega y el servilismo de Hebe de Bonafini, de Estela de Carlotto, de la mayor parte de los organismos de DD.H.H; que tampoco le hubiese resultado fácil si las grandes organizaciones piqueteras no hubiesen transado con el régimen, como lo hicieron Luis D Elia y su FTV; el PCR y su CCC; Tumini y Ceballos con Barrios de Pie y Libres del Sur y muchos MTD y otras organizaciones menores. Que les hubiese sido mucho más difícil engañar al pueblo si los centristas y reformistas de todo pelaje, desde muchos de los ex guerrilleros hasta el Partido Comunista no se hubiesen integrado al oficialismo. Los procesos revolucionarios siempre tienen la virtud de poner las cosas blanco sobre negro, dejando en el cajón de los recuerdos a la mentira, el buen discurso y el engaño político. Esta década de luchas permitió que el pueblo viera en qué canasta ponían los huevos todos estos izquierdistas de papel, los mismos que, ahora, acompañan al oficialismo en su viaje final, el que lo despojará de la máscara amable para asumir el rostro implacable del ajuste, del hambre, del tope salarial, de la inflación como robo cotidiano, y de la represión como único argumento de cierre.
La nota fue publicada en la Revista La Maza